Tantas veces mi inspiración se había evaporado por el
conducto del respiradero, aquellos días en los que sacaba a pasear la cámara
analógica y la olivetti y nuestros pulmones se henchían de polvo acumulado.
Aquellas tardes estivales que tan lejos quedaban, tan escondidas en el
recuerdo, y luego la aglomeración ingente de carretes, las visitas a Beatriz al
final del verano para revelar todos los negativos y, de vez en cuando, ampliar
un buen disparo –y encontrarse teñidos y empapados en aquel ambiente rojo tan
sensual–.
Ahora, qué complicado es hablar
ahora, no quedan más que nuestras almas atrapadas por algún que otro pájaro que
aún no ha emigrado. Ahora la musa, hecha cigarro, no es más que un humo que no
se eleva; se mantiene mortal, atraído por una semi-gravedad difusa que hace las
veces de ancla y lo acoge, lo retiene y lo desdibuja. Ahora… Ahora es una musa
adormilada, se ha vuelto tangible y sobre ella ha nevado la lluvia y ha llovido
el viento. Las aves del paraíso desaparecen, ahora. Y el ritmo ajetreado de sus
años de estudiante queda relegado a figurante del tercer acto.
Es posible que lo que a ti
concierne deba aparecer explicado en letra grande, porque, seamos prácticos, lo
que quise desde el principio es que tú supieras nada más que la verdad; un
cachito pequeño de la verdad, pero los hechos al fin y al cabo. Es posible,
también, que la opción que más te beneficiaría sería la de ignorar lo ocurrido
como has hecho todo este tiempo, quedarte con esa cara de mí tan idealizada que
tienes y esperar que vuelva el sol después de este invierno tan atroz.
Si escuchas con la frecuencia
correcta, casi puedes oír su guitarra marrón sonando entre las hojas;
acariciada apenas por un insecto que gime en torno a la caja de resonancia, en
ocasiones un hada verde, en otras, un aroma. Aquellas tardes nos tumbábamos
ella y yo, musa y escritor, a mojarnos los pies al borde de un río que
bautizamos con un nombre en latín, y a buscarnos las cosquillas con las plumas frías de su pájaro
gris. Se traía consigo una muda limpia y el pájaro gris, siempre el pájaro
gris, una especie en peligro de extinción que vivía en su casa campando a sus
anchas y comiendo un poco de aquí, un poco de acullá. Y éste no se movía de nuestro lado, ni
siquiera cuando le arrancábamos aquellas péndolas de maravilla y yo le tejía
una corona entrelazando las margaritas. Recuerdo poco más de lo que aparece en
los álbumes, me temo que mi juventud duró lo que duraban las prímulas cerca de
la orilla. He de confesar que si algo prevalece son las fotografías, las
sempiternas fotografías que Beatriz se encargaba de velar (más tarde
descubriría que odiaba a mi musa, mi novia por aquel entonces, y que cada vez
que entraba y encendía la luz del cuarto oscuro no lo hacía sin darse cuenta; lo
planeaba con una maldad y una alevosía mordaces e inteligentes).
Pero el verano en la ribera
terminaba siempre los veintitantos de septiembre y entonces teníamos que
regresar a la ciudad e ir preparando el té para las nevadas que se avecinaban.
Durante las épocas de letargo yo quedaba un par de veces con ella y, después,
simplemente desaparecía. Le decía que mi familia se mudaba, que jamás nos
volveríamos a ver, que la belleza no era eterna y el amor desconfiado. Entonces
le dejaba una flor prensada en la ventana, echaba el aliento en su ventana y
dibujaba con el dedo un corazón que permanecía intacto hasta la mañana
siguiente. Y ella lo veía y sentía que la tierra la engullía y yo la apartaba
de mi cabeza para olvidarla por completo. El frío se aliaba con los libros y yo
no tenía tiempo para una musa desgastada; era una musa de usar y tirar que
dejaba para siempre de creer en el príncipe azul. De manera que yo no veía más
que ventajas en poder tener los seis meses para sentarme en el alféizar con un
vinilo interminable sonando en idiomas desconocidos y, al tiempo, devorar
páginas y capítulos sin miramientos.
Nunca fui un estudiante modelo, lo
poco que aprendí en la escuela secundaria me sirvió para entender cada vez
menos el mundo. Lo cual, por otra parte, para mí significaba total libertad
para moldear una realidad a mí manera, un único continente, varios océanos
separados por barreras naturales, los hombres trabajan para olvidar y las
mujeres se quedan en casa para recordar. En mi imaginación yo faenaba dando
vida a las personas del bulevar mientras dormían y, por tanto, pasaba las
noches en vela para cuidarlos de cualquier mal exterior.
Y, mientras tanto, no paraban de
llegar carretes que un tío lejano me enviaba desde Suecia y que yo acumulaba
esperando a que volviera el verano y las tardes con la olivetti, la cámara y
una musa nueva a la que romper el corazón pasados junio, julio, agosto y
septiembre.
Supongo que a estas alturas
tendrás ya una idea formada de la que fuera mi vida, es posible que no entiendas
que cada una de las musas era una persona diferente (unas piernas diferentes,
una espalda diferente, una boca diferente) y que si terminaba con una relación
por lo sano es porque jamás pude sentir otra cosa que la reciprocidad entre
ellas y yo. Me temo que jamás aceptaron esto porque estaban demasiado ocupadas
posando para mi objetivo, cantando para mis oídos, y es posible que yo jamás
llegara a explicarles en qué consistía el juego hasta que pasaban unos años y
nos cruzábamos en un parque como guiño del destino. Quizás no fuera una forma
elegante de terminar de una vez con todas con aquella ilusión, en Montparnasse,
en donde Cortázar y la Maga, los versos del capitán y Rimbaud bajo la sombra,
acalorado, dolido, pero era una de las más de mil maneras, y era la que yo
había escogido.
Por tanto lo que sucedió aquella
tarde, con aquella musa, en aquella pradera, fue una simple casualidad que se
descosió de mi pantalón. Yo la había conocido una semana atrás y me había
fijado en sus maneras para tomar una brizna y silbar una canción entre los
dedos, y ya sabes que siento debilidad por ese tipo de placeres.
Aquella no era la primera vez que
dos completos desconocidos se citaban en un lugar alejado del mundo para
desaparecer unas cuantas horas. A ambos nos pareció una buena idea, y
simplemente lo hicimos. Y estábamos disfrazados bajo una misma piel, y los
extremos de sus piernas se desvanecían en el inicio de mi más oscura sombra. Y
había un olor vaporoso en el aire, y el aroma de las madreselvas le cubría la
cara con un ir y venir lastimoso. Y, en definitiva, aquel fue el inicio de algo
mucho más fuerte que nosotros, y el final de nuestras vidas mismas. Ni siquiera
sabía su nombre.
Luego; cuando se nos echaron
encima septiembre y octubre, y cuando llegó el maldito diciembre, yo volví a
meterme en casa porque había descubierto recientemente a un tal Kavafis que
prometía deshacer los nudos que habían atado ciertas homonimias –hasta ahora
tal proeza me parecía imposible, se me antojaban los problemas de un calibre
pesado, hundido e inteligiblemente irreversibles, y yo creía, já, que aquello
era así y así debería permanecer– y que ahora, qué de qué, veni vidi vici y
todo tipo de majaderías preferían ser remplazadas por Duke Ellington, algo de
jazz, Django con la guitarrita o mismo empezar a leer por el lado de allá la
dichosa Rayuela. Y así terminar un párrafo, como cualquier otro; un párrafo que
acababa con punto y a parte con la condición de no convertirse jamás en un
punto y seguido o, mucho peor, un punto final.
He dicho que no pretendía que tú
entraras en ésto, y se me ha ido de las manos. Quizás porque siempre termino
igual; buscando la excusa perfecta para no decirte todo, pero susurrándote el
nada antes de que puedas darte cuenta de que
aquel fue el último verano, porque yo no pude desaparecer como
acostumbraba, y que, desde entonces, vivo sumido en un invierno que no termina
nunca.
Y así pasamos las tardes ahora tu
madre y yo; ella ceba el mate como aprendió de su padre, el argentino, y yo,
mientras, me sumo en la apología –largo discurso inacabado– de mi novela sin
título, uniendo las palabras-imán con las que compongo el terceto dadaísta
sobre la superficie lisa de la nevera.
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